UNA MOMIA CON HISTORIA BÍBLICA

Relato espiritual de Egiptología

Ilustración: Marie LeMaldier

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Este relato de egiptología transcurre en Egipto en el año 1905 en el Valle de los Reyes.

El sol brillaba con fuerza en lo alto de las montañas cuando, tras secarse el sudor del rostro, el egiptólogo inglés James Quibell, Inspector-Jefe del Servicio de Antigüedades egipcio en aquel momento, dio orden a los trabajadores para que derribaran con cuidado el muro que les separaba de la tan esperada tumba. Llevaban años excavando en aquel lugar y por fin iban a obtener su recompensa a tanto esfuerzo.
         —Ahora veremos si estaba usted en lo cierto —dijo Theodore Davis, su patrocinador americano.
         —Tengo una corazonada —aseguró Quibell, que había sido pupilo del profesor Petrie, gran arqueólogo británico, que ocupaba la primera cátedra de Egiptología en Reino Unido.
Los obreros derrumbaron la pared y se retiraron, dejando paso a Quibell y a Davis que iluminaron la estancia con lámparas de gas. Lo que allí vieron les deslumbró. Las maravillas del antiguo Egipto habían quedado al descubierto ante sus ojos, en un gran habitáculo cubierto de pinturas murales de vivos colores que parecían narrar una historia.
Dos grandes sarcófagos de piedra se hallaban en el centro de la sala, rodeados de su ajuar funerario.
        —¡La hemos encontrado, por fin! —exclamó Quibell eufórico, penetrando en la estancia, seguido por Davis.
         —Tenía usted razón, querido amigo. Es un gran hallazgo y parece que somos los primeros en entrar en el recinto, pues todo está intacto.
Ayudados por algunos obreros, destaparon las tapas de alabastro de los sarcófagos, descubriendo para su sorpresa otros de oro en su interior, que sin duda debían contener las momias. Quibell, emocionado, leyó las inscripciones, iluminándolas con su lámpara.
         —Tjuyu, “Ornamento real”, “nodriza de la princesa Sitamón”. Es una mujer y está relacionada con la realeza. Qué curioso que fuese enterrada en el Valle de los Reyes y no en el de las Reinas. Estos títulos la equiparan con algunas esposas secundarias de faraones —declaró Quibell.  
—El otro sarcófago seguramente debe pertenecer a su esposo —apuntó Davis.
         —Su nombre es Yuya y ostentaba el título de “Chaty”: Primer magistrado después del faraón. ¡Vaya, estamos ante un virrey de Egipto! —exclamó Quibell admirado—. “Dueño del caballo”, “Supervisor del ganado de Amón y Min (Señor de Akhmin)”, “Diputado de Su Majestad en la Carrocería”, “Portador del Anillo del Rey del Bajo Egipto”, “Boca del Rey del Alto Egipto”, “El Sabio”, “Favorito del Buen Dios”, “Gran Príncipe”, “Grande en Amor”, “Único amigo”, “Amado por el Señor de las Dos Tierras”, “Aquel que el Rey hizo grande”, “Aquel a Quien el Rey ha hecho su Doble”, “El Divino Padre del Señor de las Dos Tierras”.
         —¿El padre de un faraón? —preguntó Davis asombrado, acariciándose su espeso bigote.
         —Yo diría que más bien su tutor —señaló Quibell—. Y creo que si leemos las pinturas que adornan los muros de este recinto, conoceremos más sobre la identidad de este individuo que, por las evidencias que tenemos, se convirtió en un noble muy influyente durante el reinado de Tutmosis IV, octavo faraón de la Dinastía XVIII del Reino Nuevo, y de su hijo, el faraón Amenhotep III.
         —Tengo ganas de ver las momias. ¿Cree usted que estarán bien conservadas?
         —No lo sé.
         —Bueno, un punto muy importante a favor es que no hay indicios anteriores de profanación. ¿Qué sabemos del faraón Tutmosis IV? —preguntó Davis.
         —SobreTutmosis IV existe el siguiente relato espiritual: Siendo aún príncipe, salió un día a cazar en su carro por las proximidades de las pirámides, echándose a descansar hacia el mediodía a la sombra de la esfinge, quedándose dormido. La colosal esfinge estaba por entonces enterrada hasta más de la mitad y solo la cabeza sobresalía de la arena. Tutmosis tuvo un sueño en el que el dios-sol, con el que se identificaba la esfinge, le hablaba diciendo que sería rey del Alto y Bajo Egipto. El príncipe interpretó el sueño como un pacto entre él y el dios, por lo cual heredaría el reino, si desenterraba la esfinge. Entonces, inmediatamente después de su subida al trono, Tutmosis IV se apresuró a cumplir la condición del pacto y para que quedara memoria de su acto, mandó registrar los detalles en una estela que aún está apoyada en el pecho de la esfinge, entre sus brazos. Cuando murió, fue sucedido por su hijo Amenhotep III, de apenas 12 años.
         —¡Claro, por eso Yuya se convirtió en tutor del joven heredero! Y por cierto, Amenhotep III no es el padre de Amenhotep IV?
         —En efecto. Y Amenhotep IV es conocido como Akhenaton, pues cambió su nombre e instauró el culto al dios único Atón. Estableció el primer monoteísmo de la historia —respondió Quibell.
         —Esto se está poniendo interesante. No puedo esperar para ver las momias. Voy a llamar a un par de ayudantes —dijo Davis, saliendo de la estancia, mientras Quibell, por su parte, se disponía a interpretar los jeroglíficos y las pinturas murales del recinto.
Los intensos colores y el perfecto estado de conservación del lugar asombraron a Quibell, que contemplaba embelesado aquella obra de arte de miles de años de antigüedad repleta de espiritualidad, cuando Davis regresó con dos ayudantes egipcios que llevaban los utensilios adecuados para realizar la tarea encomendada.
Entre los cuatro destaparon la tapa de oro del sarcófago de la mujer y la dejaron a un lado. A continuación, Quibell, cortó cuidadosamente el vendaje que ocultaba el rostro de la momia femenina y fue retirando las vendas lentamente, hasta que apareció un rostro de facciones egipcias ante ellos.
         —¡Es maravilloso! ¡El estado de conservación es excepcional! —exclamó Davis asombrado—. Comprobemos ahora la momia masculina.
Retiraron la tapa del sarcófago y Quibell repitió meticulosamente la misma operación, sin sospechar la sorpresa que se ocultaba bajo las vendas.
         —¡Santo Cielo, parece que haya muerto hace poco! ¡Es increíble lo fantásticamente conservada que está! —vitoreó Davis nuevamente—. ¿Qué piensa usted Quibell?... ¿Quibell?
Quibell parecía haber enmudecido.
         —¿Acaso no se da cuenta, mi querido amigo? —pronunció Quibell, al fin—. Esta momia no tiene rasgos egipcios.
         —¿Un extranjero enterrado en el Valle de los Reyes? —interrogó Davis, atónito.
         —Intuyo que las respuestas a este enigma aparente están ahí —dijo Quibell, señalando hacia la pared repleta de imágenes y jeroglíficos que se encontraba justo detrás de ellos.
Davis y Quibell se acercaron a ella estupefactos, iluminándola con sus lámparas.
         —Lea usted amigo mío, pues la ansiedad me consume —dijo Davis en un suspiro.
         —Yuya era el doceavo hijo del patriarca de la tribu de los heqa-jasut —comenzó a leer Quibell, impresionado.
         —¿Qué sigifica “heqa-jasut”? —le interrumpió Davis sobreexcitado.
         —Es una expresión egipcia que significa “jefe de países extranjeros”, es decir, la designación de los jefes de las tribus semitas de Palestina y Siria en las fuentes egipcias, a partir de comienzos del Imperio Medio.
         —Siga usted — balbuceó Davis.
         —Según lo que aquí se narra en este relato de jeroglíficos, la historia cuenta que Yuya fue vendido por sus envidiosos hermanos como esclavo y llevado a Egipto, donde trabajó de criado y fue encarcelado con falsas acusaciones de la esposa de su señor, quien testificó que él había querido tener relaciones con ella, traicionando su confianza. Por lo que Yuya acabó en prisión, pero enseguida se hizo popular debido a su sabiduría. Allí conoció al copero y al panadero del faraón e interpretó sus sueños. Más tarde llegó a oídos del faraón, que en la cárcel había un hombre capaz de interpretar los sueños y el faraón le pidió que le interpretara un sueño que le perturbaba, en el que salían siete vacas gordas y siete vacas flacas. Yuya fue llevado a su presencia e interpretó el sueño, pronosticando siete años de prosperidad y siete años de hambre en Egipto. Gracias a él, el faraón pudo tomar las medidas pertinentes y finalmente le acabó nombrando virrey de Egipto. Después, transcurridos algunos años, Yuya volvió a encontrarse con sus hermanos, pero estos no le reconocieron…
         —¡Santo Dios Quibell! ¿No le resulta familiar esta historia? —interrogó Davis, impresionado.
James Quibell apartó la mirada de los jeroglíficos e imágenes del muro y la dirigió a su patrocinador Theodore Davis.      
—¡Esta historia está en el libro del Génesis en la Biblia! —exclamaron los dos, al unísono—. ¡Es la historia de José, hijo del patriarca hebreo Jacob!
—¡Es increíble! —vociferó Davis.
—Y a Yuya se le concedió una esposa egipcia, igual que a José. Y su hija se casó con el faraón Amenhotep III —añadió Quibell.
—¿Me está usted diciendo que según las evidencias que poseemos, Yuya es el José de la Biblia y además sería el abuelo materno del faraón Akhenaton?

James Quibell tenía un brillo especial en sus ojos. Era el fulgor de alguien que sabía con certeza que había realizado un descubrimiento  extraordinario.