LOS HOSTILES

Relato corto de ciencia-ficción



Foto: Erez Attias
Este relato comienza un amanecer lluvioso en Barcelona, cuando Ana bajó al metro como cada mañana para ir a trabajar, esperando verle de nuevo en el tren. Hacía dos semanas que le había visto por primera vez, sintiendo como si le conociese de antes. Cuando subió al tren, le buscó con la mirada, encendida de esperanza. Él era su único aliciente. Al verle, todo su ser vibró. Aquel chico alto, moreno, de ojos azules que veía cada mañana, la miró con una tímida sonrisa tras su libro de filosofía. Para él, ella era la chica de los ojos tristes. Como cada día, Ana, sentada frente a él, anhelaba que él se decidiese a romper el hielo, pero aquel chico tan guapo solo la miraba y sonreía. De pronto, un oscuro pensamiento invadió el corazón de la joven. Quizá él tuviese novia. Su inseguridad hizo que se desmoralizara. ¡Pero la única cosa buena de su vida era verle cada día! Sin embargo, ¿y si aquella era la última vez que lo veía? “¡Qué demonios!”, pensó. “Ahora o nunca”.
         —Parece un libro interesante —comentó ella—. ¿Has estudiado filosofía?
Él se sorprendió de que ella iniciase una conversación.
         —Hace mucho tiempo de eso.
         —Me llamo Ana.
Por un momento, él pareció dudar.
         —Yo Jordi —mintió.
Ana tenía que bajar. Había llegado a su parada.
         —Tengo que irme. ¡Pero espero volver a verte mañana! —exclamó esperanzada, mientras él le regalaba una sonrisa preciosa, antes de que se cerrasen las puertas del tren.
Ya en el andén, entre el tumulto de gente que se dirigía hacia las escaleras automáticas, Ana se sintió exultante. ¡Lo había hecho! ¡Había dado el paso!
Sin embargo, él no le había dicho su verdadero nombre. Cuanto menos supiera acerca de su identidad, mejor, aunque había un vínculo invisible que le unía a ella.
Llegó su parada y el joven se bajó. Tenía que hacer transbordo en la línea 4. Caminó por los pasillos del metro entre la multitud, hasta llegar a un tramo en obras por el que se adentró sin ser visto. Un músico que se preparaba para tocar el violín en uno de los pasillos del metro le hizo un gesto y apartó unos cartones que cubrían una entrada por la que se introdujo con paso decidido. Con un movimiento de su brazo derecho hizo un aspaviento, al tiempo que con la mano izquierda se tocaba un pequeño dispositivo que lleva detrás de la oreja y frente a ellos se abrió un portal hacia otra dimensión.
         —Date prisa, se ha adelantado la reunión —le dijo el músico, que caminaba a su lado por el largo corredor, mientras penetraban en la puerta interdimensional y se trasladaban súbitamente a una gran sala de ámbar en la que estaban esperando los demás —tengo ganas de que finalice esta misión. ¿Tú no?
         —Yo también, aunque debo confesarte que toda esta gente me da pena.
         —Ank, sabes que no debemos involucrarnos sentimentalmente.
         —Muy bien, ya estamos todos —dijo el comandante que se hallaba reunido con los restantes miembros del equipo—. Ya tenemos el cristal. Ha sido un arduo trabajo, pero finalmente lo hemos conseguido. Ahora, debemos marcharnos.
         —¿Y los Hostiles? —preguntó Ank.
         —No son nuestro problema.
         —Pero sabéis que tomarán represalias —insistió Ank.
         —No con nosotros —aclaró el comandante.
         —¿Qué te ocurre Ank? ¿Por qué te importa tanto lo que pueda sucederle a esta gente? Ellos se lo han buscado. Van camino de su destrucción —dijo el músico.
Ank pensó en Ana. De hecho, hacía días que no podía dejar de pensar en ella.
         —Sabéis muy bien que aquí no todos son iguales. Que unos pocos seres, codiciosos y sin escrúpulos son los culpables de lo que está sucediendo —recalcó Ank—. La gente buena y humilde no son más que víctimas…
       —Creo que yo sé lo que le pasa —dijo Set, quitándose el disfraz de músico—. Se ha encariñado con la chica.
Todos le lanzaron una mirada reprobatoria.
         —¿Es eso cierto Ank? —preguntó el comandante, al tiempo que Ank bajaba la mirada—. Sabes que no puede ser.
         —Pero, ¿qué le pasará? ¿Morirá? —Interrogó Ank, mirando fijamente con sus ojos azules, los ojos cristalinos del comandante—. No deberíamos permitirlo. Nuestra misión debería ser también proteger a las buenas personas y no dejarlas abandonadas a su suerte, que es lo que estamos a punto de hacer. Los Hostiles no tendrán piedad.
         —Los Hostiles no conocen la piedad, Ank —comentó el comandante—. Es ajena a su naturaleza. Y este planeta, por desgracia les pertenece. Nosotros no podemos inmiscuirnos más de lo debido. Debe ser la raza humana la que se rebele contra ellos.
         —¿Cómo van a rebelarse contra algo que ni siquiera saben que existe? —protestó Ank.
         —Pues entonces deberán descubrirlo. Y cuando eso ocurra, tendrán que tomar una decisión —dijo Set.
         —La realidad de este planeta es un complejo sistema matriz de redes que mantiene atrapada a la gente en una ilusión que sus sentidos detectan como la vida real. ¡Jamás lo descubrirán y seguirán sirviendo de alimento a los Hostiles! ¡Deberíamos ayudarlos! —reiteró Ank.
         —Tú eres muy joven. Pero yo sé por experiencia cómo es la especie humana, y te aseguro que no son de fiar. Su naturaleza es débil y traicionera. Sus ácidos nucleicos contienen el germen de los Hostiles. Los humanos son su creación. Tan solo una profunda transformación en el interior de la especie humana podría separarles de quienes han sido siempre sus dueños —afirmó el comandante Kar, conocido en la historia terrestre como Luzbel.
Él conocía la historia de la Tierra porque formaba parte de ella. Hacía milenios, los Hostiles y ellos, que pertenecían a la misma casta, habían luchado en la gran guerra por la posesión del planeta. Los Hostiles habían vencido y su versión de los hechos era el credo de la raza humana.